LAS MANOS QUE
ORAN
Hace poco estuve en un grupo en donde observé un
viejo afiche, allí enmarcado, que colgaba de una de sus paredes, anunciando la celebración
de la “semana de la gratitud”, de años atrás, impreso y distribuido por la Oficina de Servicios Generales
de AA. de Colombia. No llevaba crédito
la imagen, ni referencia alguna del autor de la obra que lo ilustraba, pese a
que nosotros somos muy celosos y exigentes con todo lo nuestro, símbolos y
literatura, para lo cual pedimos no se publique nada sin el correspondiente permiso
y cuando se reproduzca algo de AA, se cite de donde fue tomado o se le
de crédito a la fuente.
Corresponde la imagen del afiche, a unas largas
y penosas manos que se juntan en señal de oración, ruego y devoción. Estas
manos son muy conocidas en el mundo del arte, pues se trata de una de las obras
más famosas del connotado artista del
Renacimiento Alemán, Alberto Durero.
Bien —o mejor mal, como sucede con muchas
cosas que hacemos nosotros —, repasando un poco la historia de la imagen, reproducida
sin crédito, como si acaso fuese de propiedad nuestra, contemos la siguiente
historia que la mayoría desconoce, y que es muy bella y nos deja grandes
enseñanzas.
Durante el siglo XV, en una pequeña aldea
cercana a Nuremberg, vivía una familia con 18 niños. Para poder servir pan en
la mesa para tanta prole, el padre, jefe de la familia, trabajaba casi 18 horas
diarias en las minas de oro, y en cualquier otra cosa que se presentara.
A pesar de las condiciones de pobreza en que vivían, dos de los hijos
tenían un sueño. Ambos querían dedicarse a las bellas artes, pero bien sabían
que su padre jamás podría enviar a ninguno de ellos a estudiar a la Academia. Después de muchas noches de
conversaciones, ambos llegaron a un acuerdo. El perdedor trabajaría en las
minas para pagar los estudios al que ganara. De igual manera, al terminar sus
estudios, el ganador pagaría entonces los estudios del que quedara en casa, con
las ventas de sus obras, o como fuera necesario. Un domingo al salir de la
iglesia, lanzaron al aire una moneda. Alberto Durero ganó y se fue a estudiar a
una Academia particular de Nuremberg.
Su otro hermano, comenzó entonces el peligroso
trabajo en las minas, donde permaneció durante los siguientes cuatro años para
sufragar los estudios de su hermano, que desde el primer momento, cuando apenas
tenía 15 años, era uno de los mejores aprendices en el taller del pintor y
grabador Michael Wolgemut.
Los grabados de Alberto, sus tallados y sus
óleos llegaron a ser mucho mejores que los de muchos de los demás alumnos y profesores,
y pasado algún poco tiempo ya había comenzado a ganar considerables sumas con
las ventas de su arte.
Cuando el joven artista regresó a su aldea, la
familia Durero se reunió para una cena festiva en su honor. Al finalizar la
memorable velada, Alberto se puso de pie, en su lugar de honor en la mesa, y
propuso un brindis por su hermano querido, que tanto se había sacrificado para
hacer de sus estudios una realidad. Sus palabras finales fueron:
“Ahora si, hermano mío, es tu turno. Puedes
irte a Nuremberg a perseguir tus sueños que yo me haré cargo de ti.”
Todas las miradas se volvieron llenos de
expectativa hacia el rincón de la mesa en donde el hermano tenía el rostro
empapado en lágrimas, y movía de lado a lado la cabeza, mientras murmuraba una
y otra vez:
“No..., no...”
Finalmente, se puso de pie y secó sus lágrimas. Miró por un momento a
cada uno de aquellos seres queridos y se dirigió luego a su hermano: “No,
hermano, no puedo ir a Nuremberg. Ya es muy tarde para mí. Mira lo que cuatro
años de trabajo en las minas han hecho en mis manos”.
“Cada hueso de mis manos se ha roto al menos
una vez, y últimamente la artritis en mi mano derecha ha avanzado tanto que
hasta me costó trabajo levantar la copa durante tu brindis. Así, mucho menos
podría trabajar con delicadas líneas el compás o el pergamino y no podría
manejar la pluma ni el cincel. No, hermano, para mí es ya muy tarde.”
Hoy en día los grabados, óleos, acuarelas, tallas
y demás obras de Alberto Durero, pueden ser vistos en museos alrededor de todo
el mundo. Copias se encuentran por doquier (hasta entre nosotros.) Un día para
rendir homenaje al sacrificio de su hermano Alberto Durero, dibujó las manos
maltratadas de su hermano, con las palmas unidas y los dedos apuntando hacia el
cielo. Llamó a esta poderosa obra simplemente “Manos” pero el mundo entero
abrió de inmediato su corazón a esta bella obra de arte y la empezó a llamar las
“Manos que oran”.
Así que la próxima vez que vea una copia de
esa creación artística, probablemente enmarcada también en su grupo, obsérvela
bien, y considere que mucho más que un recordatorio de una semana de gratitud, fue
un homenaje del artista Alberto Durero a su hermano del alma, quien reconocía
que, así como en AA., nadie triunfa solo: se requiere de la ayuda de los demás.
En este caso, de su hermano. Ver enlace:
https://www.google.com.co/webhp?sourceid=chrome-instant&ion=1&espv=2&ie=UTF-8#q=las%20manos%20que%20oran%20de%20durero
óskareme
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